Estoy bastante feliz. Por no decir mucho, y romper la maldición-bendición que me sobrevuela desde los tres años que hace que conocí a Karlos Z. Me encanta. Estoy en mi salsa. Soy feliz bailando el holly-jolly-crhistmas de Bublé con mi cuñada hippyloca. Y preparando la espantosa bandeja del turrón con mi cuñado Samu. Y viendo las fotos de Karlos cuando era pequeñito que me enseña su tía abuela. Soy feliz escondiendo el traje de Santa Claus que se pondrá el marido de mi suegra a las doce de la noche, para traer los regalos a los niños. Soy feliz teniendo familia. Y me gusta así. Bruta, ruidosa, descacharrante y postiza. Mi suegra me llamó al mediodía. Estaba pelín embolingada, y le dió por decirme que yo era lo mejor que le podía haber pasado a su hijo. Uno de esos derroches de sinceridad y amor que te da el vermut de grifo cuando pasas del segundo vaso. Soy consciente de que se pasó parte de su vida preocupada porque su hijo mayor pudiera quedarse solo o terminara dejándose cuerpo y alma, picando de amores de quita y pon. Me lo ha dicho muchas veces. Pero ese arranque de pronto, y sin venir a cuento, sólo porque sí, me ha pillado con las armas bajas. Por desgracia, yo no había bebido lo suficiente para ser ñoñosincero y decirle «No. Lo mejor que me ha pasado a mí es tenerle a él y a vosotros de contrapartida.» Así que sólo pude cerrar el comentario con un jijí tontorrino y un gracias que supo a poco. Esta noche toca echarlo todo y demostrar. Demostrar que yo quería justamente esto.
Feliz Nochebuena. Que no se os olvide a ninguno que la vida cambia. Incluso cuando ya no te lo esperas.